Reciclando el miedo (El laberíntico YO)

Cuando el monstruo de la obstinación tropieza ante la opinión ajena, se revuelca en su dolor orgulloso y gatea por el suelo de sus propias contradicciones buscando la llave de la justificación, que le abra la puerta que da hacia su laberíntico "YO" de la autocracia relacional.

El monstruo tiene miedo, sabe de su debilidad, pero intenta dar el último zarpazo en la "excusa del Otro" y vuelve a ponerse en pie mostrando su "grandeza".  Pero es en su propia torpeza donde cae nuevamente y desde el suelo mira exhausto los espejos que sólo muestran sus auto-convencimientos, repetidos en múltiples paredes. Con el último aliento reúne las pocas fuerzas que le quedan y logra dar una patada a los espejos provocando que estos caigan uno a uno como piezas de dominó. Asombrado y desconcertado vefinalmente como detrás de estos aparecen  muchas manos abiertas extendidas que se ofrecen para que pueda dar el gran salto,  reciclando sus miedos, dando una oportunidad a lo auténtico, a su verdadero "YO", alejado de esa falta de humildad que lo llevó a convertirse en ese extraño ser, que sólo se alimentaba de sí mismo en su lúgubre castillo de sus verdades.

Uno de los mayores síntomas de la búsqueda de seguridad es la obstinación por tener razón. Sin embargo, el mayor prodigio de nuestra mente no es tener la razón, sino la capacidad de adaptación, de escucha, de cambio y de enfrentamiento abierto a la duda. Tener una mentalidad fija en un mundo cambiante puede darnos grandes dolores de cabeza.

"Todos los necios son obstinados y todos los obstinados son necios" decía Baltasar Gracián. Atrapados en su propia inmediatez, enfundados en mil razones, aprisionado en sus redes emocionales, no son capaces de conectar con el Otro, con el contexto, con lademanda del momento. Cerrados a cal y canto, protegiendo su imperio interior, abruman a sus interlocutores, atemorizan para marcar su territorio evitando empatizar, congeniar, comprender, arropar, mostrarse en definitiva más allá de la razón.

Nos conocemos tanto que sabemos perfectamente como mentirnos. Conocemos las partituras ideales que acompañarán cada baile de nuestras decisiones o de nuestras inacciones. Y al costado de la pista sigue esperando nuestro compañero de baile que dejemos de bailar solos, abrazados a nosotros mismos, y que en algún momento podamos también aceptar su estilo, sus movimientos, incluso que podamos dejarnos llevar por su guía, en definitiva: que hay alguien detrás del auto-espejo del “monstruo de la obstinación”.

Quizá ese “monstruo” pretenda conservar algún tipo de poder. Sus miedos se compensan, reactivamente, a través de un intento incesante de mantener su influencia y control sobre los demás. Sin embargo, no es consciente que ese poder que pretende, su terquedad, es debilidad disfrazada de fuerza. Obstinación no es perseverancia. La diferencia entre perseverancia y obstinación es que una viene de una fuerte voluntad, y el otro de un fuerte NO y ego. ¿Cuál es el coste de conseguir obstinadamente lo que queremos? ¿Adónde nos lleva querer tener siempre la razón? ¿Quién sigue con nosotros tras nuestras obstinaciones?

Reciclamos el miedo a través de la humildad, de la escucha, de la consideración por la opinión ajena, del trabajo colaborativo, de la renuncia a la excusa, del abandono del laberintico YO para caminar por el camino del NOSOTROS.

Gracias a todos/as los/las que me han acompañado durante todo este año 2015 en este espacio llamado “Recursos Humanos y Cultura Colaborativa – El Blog de los Viernes”, deseándoles muy FELICES FIESTAS y un AÑO 2016 inundado de alteridad. Y que la mirada del Otro siempre esté presente en nuestras decisiones.



DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego




Alteridad: cuando la obsesión soy yo

¿El Otro es aquella sombra desdibujada que pinto a mi manera o es aquel niño que golpea el cristal de nuestra ventana invitándonos a jugar? En esa dicotomía permanente que nos enfrentamos a nuestros propios desencantos, frustraciones, impotencias, nos encontramos con la piedra de la obsesión.  Este término procede del latín obsidere que significa cercar, asediar, rodear, encerrar. En el griego su expresión etimológica es ανανμέ que significa fatalidad. Porque cercarnos o rodearnos a nosotros mismos es una tarea de las “más complejas” y el atajo que solemos elegir es el camino del Otro, y es allí cuando ese Otro se convierte en la falsa obsesión. Su lista de cuestionamientos es mi misma lista de escusas. Jugamos al búmeran del “y tu más”. Históricamente la obsesión por el Otro tuvo muchas formas, pero tal vez podamos resumirla bajo la pregunta algo paródica: ¿Por qué el Otro es Otro y no más bien un Otro Yo?

Niego al Otro cuando lo vuelvo un tema, cuando hago teoría acerca del Otro sin el Otro, cuando yo soy la obsesión. Creo dar explicaciones de todo, entender todo, clasificar todo lo que el Otro hace o deja de hacer… y ese “conocimiento” no es sino una forma de mantener al Otro a distancia, como un mero sujeto de investigación y no como alguien real con quien puedo crecer, autorreflejarme, aprender, y ver junto al él mis errores, mis aciertos, mis dudas, sus dudas, mis proyectos, sus proyectos, etc. Pero para ello hace falta mucha valentía, humildad y ganas de escuchar lo que no tenemos ganas de escuchar. Cuando el Otro deja de convertirse en mi excusa del “no ser” comienzo a ser y hacer. Cuando nuestras convicciones nos transforman en murallas, haciendo una escucha displicente porque creemos que tenemos razones fundadas, nos convierten en personas autocráticas y caemos en obsesión por justificarlo todo.

La obsesión nos ha transformado en personas altamente capaces de conversar acerca de los Otros y altamente incapaces de conversar con los Otros. Me hago preguntas acerca de los Otros, “profundas” preguntas, “importantes” preguntas… en lugar de preguntar a los Otros, y más aún, dejar que los Otros pregunten y me pregunten; y todavía más: abrirme a la pregunta que me plantea la mera existencia de los Otros.

Nuestro convencimiento obsesivo nos lleva a estrabismos mentales complejos capaces de hacernos creer que somos los únicos dueños de la realidad. Esto trasladado a distintos órdenes de la familia, grupos, empresa o sociedad puede convertirse en un agente altamente peligroso.

Cuando no asumimos la realidad, y necesitamos excusas, el universo puede ser tan amplio y lleno de justificaciones que nos obsesionamos por demostrar nuestra verdad. Niego al Otro cuando lo defino sólo por aquello que no tiene, por lo que no me ha dado, por aquello que le falta, lo que no hizo, lo que no dijo, lo que yo esperaba, siempre he deseado y nunca ha hecho. Y arbitrariamente lo comparo con lo que yo creo poseer, hacer, decir, entregar, etc. La experiencia del Otro es puesta en duda al compararla con mi experiencia. La verdad del Otro es puesta en duda al compararla con mi verdad. Somos impunes al hablar del Otro e inmunes cuando el Otro nos habla.

Nos mareamos de dar vueltas en nuestra propia obsesión, nos cuesta asumir lo que hemos dejado de ser, lo que quisimos ser y no pudimos. La experiencia de la alteridad sólo ocurre cuando el Otro irrumpe en nuestra estabilidad y la fractura, cuando la presencia del Otro me plantea una pregunta sin respuesta posible, cuando la existencia del Otro me hace capaz de cuestionarme o cuando puedo descubrir a tiempo que la obsesión soy yo.

Un privilegio que hoy, desde mi Buenos Aires querido, un 11 de Diciembre, pueda agradecer a todos los que fueron mis "Otros", acompañándome y enseñándome el sentido de la alteridad durante estos 45 años que hoy celebro.

DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego
Linkedin: es.linkedin.com/in/diegolarrea/

* Idea original foto principal: Nicola Constantino

Jaque mate, este juego es mío

El hombre nace libre, responsable y sin excusas, decía Jean Paul Sastre, y entonces me pregunto: entre todas las vivencias que vamos acumulando ¿cuál es la verdadera esencia que perdemos en el camino para dejar de serlo? ¿Quizá porque nada nos es más desagradable que tomar el camino que conduce a nosotros mismos?

El ajedrecista es libre de elegir sus jugadas, siempre que respete las reglas del juego, obviamente. Lo que le confiere sentido a esta libertad es su capacidad de raciocinio, de valorar de manera inteligente la posición que está a la vista y de decidir con eficacia. Como en la vida, la libertad en el tablero no vale tanto por si misma sino por lo que con ella se pueda lograr. Pero cuando la jugada trastabilla muchas veces dejamos la responsabilidad a un lado monopolizando de excusas “nuestro juego”.

Allí comienza la “estrategia del cuestionamiento”: situaciones, personas y todo lo que se nos ocurra como expiatorio efecto-causa. Que todos y todo influye en nuestro camino es probablemente cierto, y podemos perder muchas en nuestro andar, pero no podemos permitirnos jamás que nada ni nadie nos arrebate la elección de la “actitud personal” que debemos enarbolar frente nuestro propio camino.

Podemos vivir en la mejor de las comedias, elegir el personaje que más nos guste, darle el texto más logrado, tener el aplauso del público en pié en la sala, y sin embargo reconocernos auténticamente infelices por no ser quienes somos. Elegir zona de camerino para continuar la siguiente actuación o elegir la escalera que da al pasillo central del teatro, quitarnos el maquillaje y salir con los hombros en alto. Ambas decisiones son exclusivamente individuales, como un ejercicio de nuestra libertad, responsabilidad y apartando nuestras excusas.

Ciertamente la angustia que provocan los cambios o las decisiones existe, pero debemos distinguir la angustia del mero miedo. El miedo aparece ante un peligro concreto y se relaciona con el daño o supuesto daño que la realidad nos puede infligir; la angustia no es por ningún motivo concreto, ni de ningún objeto externo, es miedo de uno mismo, de nuestras decisiones, de las consecuencias de nuestras decisiones.

El miedo al fracaso es tal vez uno de los más universales, todos lo hemos sentido. Pero que las cosas salgan mal también es parte del crecimiento, de la evolución, de la construcción, incluso en otros campos de tener un espíritu innovador, porque innova quien sabe fracasar. Porque lo importante es reconocernos, es volver constantemente a nosotros mismos, a nuestro propio gen, a nuestro gen natural, es no detenerse, es seguir intentándolo siempre, individualizando nuestras propias fallas, aprendiendo de los errores, poniendo al otro como nuestra verdadera mirada, ejerciendo la humildad de la buena escucha, dejando de actuar en el escenario de los falsos pretextos.

Y tenemos que prepararnos, porque la evolución y los cambios no se producen solos, cuanto menos recursos más vulnerabilidad. Y mirarnos sobre el retrato que nosotros hemos dibujado de nosotros mismos no nos aportará grandes soluciones.

Nunca se ha ganado una partida abandonándola y cada Peón es potencialmente una Reina, por lo tanto, la partida acaba de comenzar y espera nuestro grito final: ¡Jaque mate, este juego es mío!

DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego

El olvido del ser

“Hay dos miradas: La mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre” escribía en 1844 Alejandro Dumas en el Conde de Montecristo. Existe una tendencia natural al olvido, pero no existe el olvido voluntario o natural, existe una cohesión de acuerdos tácitos o explícitos, acuerdos humildes, acuerdos integradores, acuerdos desinteresados, acuerdos que reconocen, reconcilian y son capaces de llevar al olvido a una instancia de crecimiento personal y profesional.

En el olvido no debería haber intereses que primen, porque el olvido se transforma en una poderosa herramienta de cambio cuando realmente se ejercita de a dos, y de no ser así podría llegar a experimentar un vacío difícil de gestionar. Muchas veces nos creemos con el derecho al olvido porque “olvidamos” que el camino, los intereses,  decisiones, presencias comunes fueron siempre compartidos. El olvido individual es la carrera hacia el atajo, es el refugio de la mediocridad, y el autopremio a la excusa perfecta.

Pero somos seres comprometidos con nuestros actos, y este no debería ser la excepción. La responsabilidad que asumimos sobre nuestras acciones, que de una u otra manera influyan en “el otro”, nos debe dar la capacidad de ejercer el olvido de una manera diligente y no egoísta. Cuándo olvidamos la necesidad del otro nuestras propias necesidades se transforman en un escenario vacío, con una sala vacía de luces encendidas.

Encontramos el aliado perfecto cuando decimos que “el tiempo es el que pone las cosas en su lugar”, que “el tiempo cura las heridas”, que “el tiempo ayuda olvidar”,  pero en realidad lo que hace es ayudarnos a expirar nuestras culpas y nuestros miedos que terminan destrozados en el espejo de nuestras realidades.

La estrategia del olvido fracasa en la infelicidad ajena, y se transforma en miedo a asumir la parcela que nos corresponda en nuestra toma de decisiones. Porque  también olvida quien aparta, quien relega, quien no escucha, quien no valora, quien margina, quien no habla, quien no da ni percibe los detalles, quien no es capaz de entender los deseos o anhelos del otro, etc. Decía Gandhi “Yo quería hacer de mi mujer la esposa ideal. Mi ambición era hacerla vivir una vida de pureza total, que aprendiera lo que yo aprendiera y que identificara su vida con la mía. Ignoro si Kastürba tenía las mismas ambiciones.”

La existencia del otro no es un dato cuestionable. El otro se nos hace presente de un modo indudable no como un objeto sino como un sujeto, con su libertad, sus valoraciones, sus proyectos. La mirada del otro nos hace conscientes de nosotros mismos pues el otro nos objetiva, y el olvido del otro es la paralización de nuestra capacidad de reconocernos.

Tanto en una sociedad como en nosotros mismos es clave poder buscar al otro para encontrarse. La otredad como pieza fundamental en la toma de nuestras decisiones cotidianas, la otredad como la posibilidad de reconocer, respetar y convivir con la diferencia. No hay superación sin el otro, no hay cambio sin el otro,  no hay olvido sin el otro, porque el otro no es  “dependencia”, el otro también soy yo. 

DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego


Del Yo al Nosotros

Convivimos en un mundo que no es previsible, donde la certidumbre no es cierta. Aquellas certezas que nuestros padres nos daban y nosotros asumíamos confiados ya no existen. Esa frase de “si haces todo bien lograrás buenos resultados” hoy, lamentablemente, como padres, managers, parejas, amigos, no podemos asegurarla. Y como no podemos hacerlo nuestro rol se transforma en “pequeños grandes” compañeros de viaje, experimentando los cambios de manera conjunta. Esta transformación a nivel social que trastoca lo relacional nos propone sin quererlo un nuevo modelo: en donde el “yo individual” pierde la batalla contra el “nosotros”.

Pero nadie dijo que esa batalla es fácil, porque estamos educados para ser exitosos no para ser felices, metiéndonos en vena que la carrera por los logros se basa en la “sana competencia”, pero esa "sana competencia" no existe, porque la negación del otro implica la negación de sí mismo al pretender que se valide lo que se niega. La conducta social está fundada en la cooperación, no en la competencia. La competencia es constitutivamente antisocial, porque como fenómeno consiste en la negación del otro. Aplicamos evidentemente este término al ámbito de las personas, porque dentro de los negocios es una clara estrategia comercial, aunque que si algún día nos atrevemos a profundizar en ello veremos como la cooperación empresarial muchas veces produce grandes avances.

En este ámbito de nuestra reflexión, la competencia es la simple idea del tú o yo, la idea de la disputa, la contienda, la rivalidad por obtener la misma cosa. En cambio compartir o colaborar es obtener beneficios juntos. La colaboración es la competencia inteligente. Pero, colaborar es extremadamente más complicado que competir. Construir unas bases metodológicas que hagan que las organizaciones colaboren es mucho más difícil.

El mundo tecnológico nos da un ejemplo y comienza a abrir una puerta a lo que en principio parecía un escenario dedicada al individualismo, dando el apellido de “colaborativa” a la inteligencia. Y si nos atenemos a la etimología, inteligencia significa “saber escoger”, por lo tanto, la elegida es la colaboración.

Pero decirlo es algo si se quiere hasta es “moderno/actual”, pero ponerlo en práctica requiere de muchos requisitos indispensables para llegar al éxito. Algunos de estos son: la humildad, la escucha, el reconocimiento, la visión, la integración, la empatía, entre otros. Y no hace falta irnos muy lejos para detectar el embrión colaborativo por antonomasia: simplemente con asomar la cabeza por la ventana de nuestras familias, seguida por nuestras relaciones personales, relaciones de grupo, laboral, etc.  

Es importante que entendamos que la necesidad del otro es una virtud no una dependencia. Todo lo que hacemos en nuestra vida tiene un eslabón social, estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos. En la interacción se produce la energía, la complementariedad, en definitiva el crecimiento y la evolución. El grupo es más fuerte que el gen individual. El bien del grupo también cuenta en la evolución, porque el mejor resultado que podemos obtener es producto de que todos en el grupo hagan lo mejor para sí mismos y por ende para el grupo.

Por lo tanto, la competencia por llegar solo tuvo un instante embrionario de gloria en nuestras vidas, pero al dar a luz el instinto natural nos llamó al llanto, a la protección, al intercambio, a la supervivencia para desarrollar nuestra vida, olvidándose del Yo y abrazando al Nosotros, aunque muchas veces nos olvidemos de ello.



DIEGO LARREA

La importancia de conectar

Hoy si nos preguntan qué es para nosotros la palabra “conectar”, automáticamente lo asociamos a tener o no conexión wifi, cobertura 3G o 4G, o algo relacionado con las nuevas tecnologías. Pero conectar también es lograr una buena comunicación con alguien. Así planteado parece algo simple, fácil y habitual porque muchas veces estas conexiones están basadas más en las coincidencias relacionales que en el conocimiento verdadero del otro. Lo difícil es establecer esa conexión cuando los parámetros de equilibrio trastabillan o aparentemente son incompatibles.

Todos, lo creamos o no, negociamos todos los días (hasta para despertarnos negociamos con el reloj), entendiendo como negociar el hecho de comunicarnos para intentar alcanzar acuerdos con los demás, para conectar con los demás. Pero la razón por lo que lo hacemos no es exclusivamente esa, sino el conseguir algo que queremos. Muchas veces el principal obstáculo para conseguir lo que queremos en la vida no son los demás, por muy difíciles de trato que sean, sino nosotros mismos, negándonos a reconocer nuestras carencias, nuestros conformismos, nuestras inconstancias y nuestros prejuicios.


En las “zonas comunes”, en los enamoramientos, en las “buenas rachas”, etc, se produce una especie de gran capa protectora donde todo fluye naturalmente y a un ritmo acompasado y la conexión está a tantos megas de subida y de bajada que no hay test de velocidad que pueda medirla. Pero cuando comienzan las primeras tormentas el techo comienza a llenarse de gotas de agua, y de gotas a manchas de humedad y de manchas de humedad a lluvias intensas, la luz se corta, el router se desconecta, y la conexión se pierde.

Si aprendemos a conectar con nosotros mismos antes de intentar influir sobre los demás, seremos capaces de obtener muchísimos mejores resultados, más auténticos y mucho más duraderos. Pero esto implica saber escucharnos y escuchar. Hay muchas voces internas que nos hablan, como son la voz del miedo, del ego, de la avaricia y los deseos, del pasado, de la autoestima, de los valores, de nuestros anhelos más profundos, además de las voces de las personas que tienen relación con nosotros y que nos dan su opinión, aunque no nos gusten. Eso es conectar. El conocimiento de los otros es conectar al conocimiento de uno mismo, y el conocimiento de uno mismo es conectar al conocimiento de los otros. Es solo a través de la conciencia de los otros que podemos alcanzar nuestra propia conciencia.

Conectamos cuando desconectamos, cuando reconocemos, cuando levantamos la mirada, cuando preguntamos ¿cómo estás? ¿qué sucede?, cuando somos capaces de integrar, cuando somos coherentes, cuando no somos sectarios, cuando no imponemos, cuando en la foto nos ponemos detrás, cuando alejamos preconceptos, cuando sabemos perdonar, cuando las medallas son ajenas,  cuando abandonamos nuestros torpes teorías del “yo soy así”, cuando siempre somos dos, cuando somos capaces de “dejarlo pasar”, cuando somos valientes o cuando somos humildes. Esta conexión nos convierte día a día en mejores personas, managers, padres, compañeros, amigos, hijos, parejas, etc.

En tiempos donde la importancia de conectar es tan valorada como un vaso con agua, aprendamos a “configurar” nuestra capacidad de cambio, y a entender, como decía Josh Billings, que la mitad de nuestros problemas en la vida pueden ser identificados por haber dicho que si demasiado rápido o por haber dicho que no demasiado tarde.  



DIEGO LARREA

La pausa del Gigante

En un mundo sin distancias, el acto de parar para entender cómo nuestras acciones repercuten en los demás es fundamental. Todas nuestras interacciones, hasta las más intrascendentes, y el “cómo” nos comportamos importan más que nunca. Nuestras decisiones y reacciones cotidianas contienen mensajes sobre quiénes somos y en qué creemos. Sin embargo, ¿cuándo nos tomamos el tiempo para escuchar y analizar en profundidad esos mensajes? ¿Cuándo nos tomamos el tiempo para hacer una pausa? ¿Cuándo nos hemos convertido en el Gigante aturdido que a su paso todo lo extermina?

La pausa no es ocio, no es pereza, no es refugio, la pausa es un estado de acción, de inteligencia, de estrategia, donde podemos ser capaces de ver, escuchar y sentir de otra manera, donde dejamos entrar y salir, donde no preguntamos ni pedimos permiso, donde no establecemos normas. La pausa abre ojos, abre oídos, abre corazones. La pausa puede enseñarnos, puede hacernos descubrir, puede reconocernos, puede hacernos reconocer. La pausa hace que se desarmen los preconceptos o prejuicios, la pausa nos hace menos sectarios, nos acerca a la esencia de las cosas, al corazón y valores de la persona. La pausa es inversión, y su ausencia podrá generar situaciones pendientes e incompletas.

Saber generar espacios es una de las claves más importantes en las relaciones humanas, tanto en equipos de trabajo, como en amistades, relaciones de pareja  y con los propios hijos. Esa generación de espacios se produce siempre detrás de la pausa, que es la llave invisible capaz de abrir cancelas eternamente herméticas.

¿Cuántas cosas fuimos perdiendo en el camino porque no fuimos capaces de generar el espacio, la pausa necesaria? La vida no es una obra de Spielberg, la vida no tiene marcha atrás, la vida es avanzar a pesar de todo, y sabio es aquel que detecta el momento idóneo para sentarse al costado del camino y hacer una pausa. ¿Estoy dónde quiero estar? Estoy con quien quiero estar? ¿Trabajo en lo que quiero trabajar? ¿Hago lo que quiero hacer? ¿He dicho lo que quería decir? Las “preguntas pausas” son tan o más importantes que las propias respuestas que podamos encontrar detrás de ellas. La velocidad del día a día nos lleva a centímetros de la peor de las colisiones que nos podamos imaginar, apagando para siempre toda esperanza por querer reconquistar los terrenos perdidos.

Pero tenemos el gen evolutivo, la necesidad de felicidad, de armonía y equilibrio, de desarrollo y podemos crear esos espacios en el que uno puede ver, claramente, a través de los estímulos cotidianos y tomar decisiones acerca de cómo seguir adelante, incluso en volver a comenzar con nosotros y/o con los demás. No hay mayor capacidad de liderazgo y fortaleza que saber reconocer y saber recomenzar.  Hay mucho poder en dar un paso atrás, en esa inspiración profunda, en ese abrir y cerrar de ojos lento, en la oportunidad de la escucha, en la valoración del otro.

Y en esa pausa profundael Gigante entiende por primera vez que ha arrasado todo lo que ha pasado bajo sus pies. Y es allí cuando entiende lo importante de reconectarnos con lo que creemos, con lo que nos identifica de verdad, ser capaz de quitarnos el vestido de nuestras mentiras que nos empeñamos en ponernos en el desfile de la vida, abandonando nuestro verdadero yo, y determinar si estamos viviendo nuestra vida de la mejor forma para nosotros como individuos, así como para todos los que nos rodean.

Tras la pausa del Gigante viene el silencio, la escucha, la reflexión, la respuesta, el cambio, la acción y finalmente el desarrollo y avance.


DIEGO LARREA

El síndrome de Pulgarcito

Las noches y las siestas se inundaron de abuelos, madres, padres, tíos/as o maestras/os relatándonos aquella historia de un pobre niño, que como decía su texto original, era el sufrelotodo de la casa, y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más listo y el más perspicaz de todos sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.  Pasados los años, ese entrañable personaje de Pulgarcito dejó mágicamente de pertenecer al mundo irreal para transformarse en muchos de nosotros, quienes alguna vez desde las botas del gigante y mirando hacia arriba reclamamos a gritos: ¿Qué tengo que hacer para que me escuches o me veas?.

El Síndrome de Pulgarcito puede parecernos eso, un cuento, pero cuando vivimos de cerca la inexistencia, el olvido, la ignorancia, la hipoacusia relacional, tanto en nuestro entorno personal como en el profesional, dejamos de verlo automáticamente como un tema de niños. Hacer sentir pequeño al otro no es un valor, ni una fortaleza, es probablemente una de la mayores miserias de un ser humano, y que ninguno de nosotros está, por muy dura que parezca esta frase, exento de realizarlo de manera consciente o inconsciente.

Muchas veces vivimos tan sumergidos en el ritmo frenético que nos impone el día a día, obsesionados por nuestros objetivos, hasta incluso nuestras responsabilidades, que por momentos solo existe “mi yo” y la batería de mi móvil (celular), lo demás está de más. Y convertimos ese “demás” en pequeño, en invisible, en inaudible, perdiendo lentamente contacto con todo aquello que nos rodea, sin darnos cuenta de la responsabilidad que tenemos en muchos de esos pequeños “demás” que ignoramos. 

Hemos comentado alguna vez que en la interrupción egótica las fronteras se mantienen de forma rígida y aunque parezca que el contacto tiene lugar con el otro, no lo hay, hay un abandono comunicativo referencial y se produce un vacío en la inteligencia emocional, donde la habilidad del “saber escuchar” es más difícil de encontrar y desarrollar que la de ser “buen comunicador”, pero proporciona más autoridad e influencia que esta última.

El "otro" deambula a nuestro lado, hace señales de humo para llamar nuestra atención, salta lo que más puede, saluda, grita, llora, y se cansa, se desilusiona, se entristece, se apaga, y si alguna vez tenemos la suerte de darnos cuenta no nos sorprendamos que el tiempo nos diga que ya se agotó.

La escucha y la pregunta si no provienen desde la humildad, el aprendizaje, la inteligencia emocional o la necesidad constante de cambiar e innovar, caen en el desierto de los mediocres.

No hace falta que los Pulgarcitos que nos rodean exclamen: ¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo pero ahora estoy por fin con vosotros. No hace falta imponer el estado del olvido, porque mirarnos en los ojos del otro tiene tanto valor de liderazgo y humildad capaz de generar espacios únicos de entendimiento y crecimiento, y por ende de felicidad, algo nunca imaginado desde las alturas del Gigante.

Y como dijo Maya Angelou: la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero lo gente nunca olvidará lo que le has hecho sentir.


DIEGO LARREA

Atención: el cliente soy yo

Hoy el concepto de atención al cliente está tan metido en nuestras venas, tan institucionalizado, tan formalizado, hay tantas formaciones, vídeos, frases, mensajes, que fuimos perdiendo lentamente la dimensión humana de este concepto, colocándolo en un precioso cartel institucional sin muchas veces percibirlo como una de las herramientas más importantes que tiene una empresa o institución para mostrarse tal cuál es y mostrar sus valores de una manera tangible. Este concepto basado primariamente en una necesidad reclama naturalmente el complemento perdido, que es la respuesta y por ende la solución. Entendiendo siempre que la necesidad no nace desde la torpeza o tozudez del reclamante, sino desde una situación de orfandad originada en mil razones que no siempre estamos preparados para descubrirlas.

La atención al cliente está tan cerca de la responsabilidad social que somos incapaces de ver su correlación y aunque somos capaces de explicar las mejores técnicas, las últimas tendencias, quedamos al desnudo ante la ineptitud de transmitir el valor de la colaboración como una de las principales herramientas del éxito en el servicio hacia el otro. Permanentemente insisto en la figura del otro como el mejor escenario de análisis, ya que de esta forma podremos descubrirnos a nosotros mismos y llegar a las respuestas de una manera más auténtica.

¿Cuántas veces sentimos la falta de empatía del otro? ¿Cuántas veces nos hemos desesperado al tratar de explicar de la manera más clara las cosas una y cinco veces más? ¿Cuántas veces nuestros “instintos más salvajes” comienzan a despertarse ante el sentimiento burlesco que transmite el otro ante nuestro caso planteado?. Si detrás de ese call center, detrás de ese mostrador, detrás de ese uniforme, detrás de ese cristal, hay una persona que al llegar a casa tiene los mismos problemas, las mismas dudas, tristezas y alegrías que nosotros ¿por qué nos cuesta a veces aplicar nuestra inteligencia emocional? Como decíamos en “Tus zapatos me aprietan”: “La característica esencial de una persona inteligente, es su capacidad para entender las emociones de los demás. El otro nos enfrenta a nuestro propio espejo, con lo bueno y lo malo. Lo importante es tener la capacidad, talento y humildad para escucharnos por su propia boca, mirarnos por sus propios ojos, oírnos por su propio oído y sobre todo caminar con sus propios zapatos aunque nos apriete y nos trastabillemos al comenzar a andar”.

El armario de las excusas abre sus puertas bruscamente abarrotado de seudo teorías que colocamos de manera desordenada, cuando pensamos que el cliente es siempre el otro (hasta que nos toca a nosotros) o bien cuando creemos que nuestro trabajo no tiene un cliente concreto.  Si no identificamos esto será muy difícil que podamos comprender nuestro propio oficio, su por qué, ya que todo lo que hacemos en esta vida está relacionado directa o indirectamente con “el otro”, y el puente para llegar a él.


Atención: el cliente soy yo, eres tú, es él, son ellos, somos nosotros. El verdadero gen de la atención y servicio cliente está relacionado directamente con el espíritu colaborativo. La imagen de marca se transforma en sostenible cuando somos capaces de llevar ese mismo espíritu interno también con los clientes. La empatía solidaria en los negocios abre el espacio perfecto para establecer una relación exitosa. Pero no pretendamos que nuestros equipos establezcan esa relación ganadora si ellos no perciben lo mismo dentro de su propia organización. Y como decía el proverbio africano: “Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado”.



DIEGO LARREA

El equilibrio dinámico de los contrarios

Desde el primer segundo de vida buscamos ayuda, que complemente nuestras necesidades primarias, abrimos la boca y lloramos reclamando hasta ser consolados por alguien, que a su vez se desvive por materializar ese complejo entramado de sensaciones de responsabilidad y amor, que se ha adueñado de su cuerpo. 

Esa complementariedad o necesidad del otro, la vivenciamos de una forma muy concreta a lo largo de todo nuestro ciclo evolutivo en distintos niveles y escenarios. Entre el yo y "el otro” hay un comportamiento de intercambio, en mayor o menor medida estratégico,cuyas decisiones determinarán los resultados que se obtendrán. Ese resultado será mejor cuando el equilibrio incite a la cooperación entre sí, en lugar de procurar sólo maximizar su propia utilidad.

La ausencia del “otro” en la cadena de correlación puede agigantar la figura del yo a escalas desproporcionadas, provocando cortocircuitos, muchas veces irremediables, en alguno de los eslabones producto de un esperpéntico egocentrismo, incapaz de visualizar su imagen en el mismo espejo, que algún día él mismo supo colocar en su pared.

La armonía no sólo es el descubrimiento de aquello que nos provoca paz, sino la capacidad para lograr el justo equilibrio dinámico de los contrarios. Tanto en nuestra vida personal como en la profesional, a veces nos auto-convencemos que aquel que aparentemente tiene mis mismos gustos, teorías, ideas, incluso tiene una historia compartida, es quien debe formar  parte de mi círculo y por ende ser mi complemento. Para Heráclito esta armonía no es una armonía estática cuyo equilibrio sea un reposo, sino un equilibrio de dos fuerzas opuestas, que no permiten que una se exceda y que la desaparición de una llevaría a la desaparición de su opuesta.

La complementariedad de equipos, grupos, parejas, etc se basa en las distintas competencias adicionales que puedan aportar, aunque la realidad nos indique que el valor de la diferencia es un activo devaluado y difícil de administrar en el mercado de las relaciones.

Dentro de ese modelo armónicamente discordante, pueden generarse y establecerse relaciones de influencia, que serán las responsables de generar nuevos espacios de crecimiento, desarrollo y avance, aniquilando un posible sentido de falsa euritmia que normalmente desencadena en rutinas devastadoras. 

La influencia como motor inspiracional, es uno de los grandes diferenciadores en la relación entre el yo y el “otro”. No hay poder que genere un verdadero cambio, sino el auténtico convencimiento basado en el influjo. Porque detrás de la verdadera influencia para lograr el equilibrio estratégico del intercambio hay escucha, hay aceptación del otro, hay entendimiento e incorporación, no hay ausencias ni grandes espejos, hay una búsqueda y reconocimiento permanente de la diferencia como retorno de la inversión inicial, y un sentido de la armonía que transforma el "equilibrio dinámico de los contrarios" en "la simetría colaborativa del conjunto".

DIEGO LARREA

El avestruz y la excusa del otro

Normalmente ponemos como ejemplo de cobardía al avestruz, para graficar nuestro comportamiento como seres humanos frente al miedo, y lo que muchas veces sucede en ese tipo de acusaciones es que podemos equivocarnos y crear un falso mito o un prejuicio muchas veces irreversible. Irreversible como la creencia del comportamiento de estas larguiruchas aves que cuando se sienten en peligro, de manera no cobarde sino inteligente, bajan la cabeza a ras de suelo para ocultar su largo cuello y confundir a sus enemigos, que no pueden distinguir la cabeza de su posible presa desde la distancia. O mientras empollan los huevos ocultando la ubicación de su nido. Táctica, estrategia, pero no temor.

Los prejuicios y la teoría de “la excusa del otro” nos sirven muchas veces para esconder (esta vez sí) la cabeza bajo la tierra ocultando nuestras propias falencias, nuestros propias áreas de mejora, dificultades, etc. Los aspectos disonantes en una relación personal o profesional se manifiestan cuando no somos conscientes del impacto de nuestros actos y palabras, generalmente guiados por una percepción distorsionada y subjetiva de la realidad.


Cuando culpabilizamos a otros de lo que nos sucede, solemos entrar en la crítica o en la queja. Criticamos cuando nada nos parece suficiente. Y también conviene diferenciar entre una queja y una crítica. La queja es sobre un comportamiento y la crítica sobre la persona. Ponernos a la defensiva es otra forma de culpar e implica una falta de entendimiento. Implica pretender estar por encima del conflicto cuando en realidad se es parte del mismo. Cuando decimos que la culpa no es nuestra estamos diciendo que la culpa es del otro, lo que hará aumentar las diferencias ya que, quien ataca, ni retrocede ni se disculpa.

Nada de lo que generamos tiene la ausencia del “otro”. Vivimos en un mundo donde la existencia en sí misma es relacional y todo lo que hacemos tiene directamente o indirectamente una implicación en los demás. Por lo tanto, en aquello que nos lleva al conflicto tenemos un mayor o menor porcentaje de responsabilidad. El gen egoísta nos lleva siempre a pensar en nuestra soledad del acierto, pero no es cierto. Creemos y nos sentimos los dueños de la verdad, pero somos lo que generamos, y la mayor inteligencia emocional y humildad demostrada debería radicar en asumir en primera instancia que somos eslabón, no somos simples espectadores damnificados.

Nos escapamos, nos refugiamos en excusas, nos llenamos de palabras vacías, de contradicciones,  escondemos la cabeza bajo tierra, no asumimos nuestro papel, nos cuesta mucho aceptar la idea de cambio de comportamiento y por lo general asumimos que el cambio tiene que ver más “con el otro” que con nosotros mismos.


Creemos que escuchamos, creemos que todo está dicho y entendido. Escuchar de verdad  es reconocer al otro y reducir las asimetrías de poder. ¡Y el conflicto cambia de significado! Y se abre la puerta a una posible solución. Por ello, en estas u otras diferencias, no es el poder que tienes sino tu capacidad de influencia la que te llevará a tu éxito. Todo de la mano de una gran gestión de la humildad y de escucha sincera. Evidentemente una fórmula aplicable a otros órdenes de la vida.

Si el cuestionamiento comenzara con nosotros mismo, probablemente muchísimas distancias o desencuentros tomarían otro rumbo y como decía Martin Luther King: tu verdad aumentará en la medida que sepas escuchar la verdad de los otros.



DIEGO LARREA