Ese pequeño gran irreverente llamado Persona

Durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de asistir a varios Congresos Empresariales o Fórum sobre Recursos Humanos. Y hay dos cosas que me llamaron poderosamente la atención. La primera es el descubrir como uno de los sectores más importantes de una Organización, cómo es el área de la Gestión de las Personas, se encuentra en un círculo cerrado de “autoflagelación”. Con aspectos llamativamente sorprendentes como el vaticinar en público la propia «muerte» del departamento o de la profesión. 

Contrariamente a lo que pensamos de nosotros mismos, somos probablemente uno de los mayores grupos de reflexión, cambio, innovación, cuestionamiento, etc. Y por supuesto, como todos en la vida debemos tener la humildad para aprender de los errores y cambiar a tiempo. Pero particularmente en este oficio hay una tendencia generalizada a sentirnos «los patitos feos» del mundo de los negocios. Nos autoexcluimos del grupo de los conocedores de la realidad de la empresa siendo muchas veces especialistas de las entrañas de la misma. Y este saber viene de la mano del tratar diariamente con los principales actores: las personas, permitiéndonos tener muchísima más información o experiencia de la que creemos, hacemos creer o simplemente creen de nosotros. 


Un «misterioso miedo» impropio de profesionales tan amantes de los desafíos se apodera de nuestros sentidos y hace que nuestra voz sea casi imperceptible cuando tenemos que opinar de otros eslabones del negocio, cuando nadie pide «permiso» para hablar o decir lo que piensa sobre nuestros proyectos o necesidades. Y tenemos tanto sentido de la integración que procesamos de manera natural que profesionales de otras áreas lideren sin formación ni siquiera experiencia, roles claves en nuestros Departamentos. Me gustaría saber si al revés sería asumido con la misma naturalidad y apertura.  

Tal vez porque históricamente nuestro rol estaba sumergido en un cumplimiento estrictamente reglamentario, con una visión a corto plazo y sin demasiados cuestionamientos ni ambiciones por gestionar los nuevos desafíos que nos fueron demandando estos últimos años las empresas, los clientes y los propios trabajadores. Probablemente esa obligatoria y necesaria transformación de la profesión nos ha dejado con algunos miedos, inseguridades o preconceptos, incluso hasta de nuestros propios colegas de otras áreas.


Y en un abrazo de empatía y reposicionamiento intentamos día a día asumir un papel secundario en la estrategia de la compañía. Cuando paradójicamente en la propia estrategia de nuestras organizaciones las personas comienzan, por suerte, a ser en el centro de los objetivos, o el ADN de todo lo que hacemos, pensamos y deseamos. En definitiva, quitémonos el estigma de ser un «caso de Alfred Adler». Potenciemos, sin dudarlo, la transversalidad del conocimiento, de la experiencia y de los objetivos.

Lo segundo que me ha llamado la atención, y de alguna manera está entrelazado con el punto anterior, es que no terminamos de creernos que el gran paso de transformación y cambio que estamos dando como sociedad no es un tema de equipamientos tecnológicos sino de una gran expedición al fondo del ser humano. Todos estamos de acuerdo que el cambio está en las personas pero volvemos a poner en el centro a los sistemas, a las mediciones o a los procesos sin darnos cuenta que comenzamos a coordinar una Era completamente distinta, de intereses y expectativas diferentes, pero con elementos del pasado disfrazándolos de vanguardistas.

Tenemos una enorme oportunidad como «personas amantes de las personas», para hacer una sana reivindicación de nuestra profesión o vocación y no debemos desaprovecharla. Las personas hemos evolucionado. Naturalmente el ser humano ha comenzado a priorizar otro tipo de aspectos que nuestros padres o abuelos no ponderaban. Y eso poco a poco fue trasladándose a aspectos tan cotidianos e importantes como el trabajo, el consumo, las comunicaciones, las relaciones, el ocio, el desarrollo, etc.

Cambiamos nosotros y por ende requerimos y demandamos otras necesidades. Hoy somos “un todo bajo el mismo paraguas” y es imposible vernos separados en nuestro rol de trabajador o de cliente, por ejemplo. Porque tengo los mismos deseos, valores y expectativas jugando un papel u otro. Somos una perfecta unidad.


Y es por ello, que desde nuestro conocimiento de las personas tenemos que ser capaces de aportar un valor diferencial a las demandas que como sociedad exigimos. El marketing, las finanzas o el producto rodean nuestras decisiones y experiencias pero la variable está en el cliente, en las personas. Y a su vez, en la decisión que esa misma persona hace como trabajador eligiendo o deseando el tipo de empresa donde sienta mayor identificación para poder dar lo mejor de sí.

Porque no puedo dar confianza a mis clientes si mi entorno laboral carece de confianza. No puedo transmitir pasión por mí producto o mi marca cuando mi marca no siente pasión por mí. 

Si realmente queremos trabajar a conciencia y no corriendo tras una moda que sólo emparche situaciones de emergencia, entonces debemos capitalizar todo este actual concepto de transformación y cambio orientándolo hacia acciones y decisiones pragmáticas y rupturistas. ¿Cómo? Mirando a nuestros clientes como integrantes de nuestra organización y mirando a nuestros colaboradores como si fuesen nuestros clientes. 


El sístole y diástole pertenecen a un sólo órgano. Centremos nuestros esfuerzos, inteligencia colaborativa, innovación y cambios en lo importante. Descubramos a ese pequeño gran “irreverente” llamado Persona, porque aún tenemos mucho que aprender y mucho por descubrir. Pongamos en valor nuestra responsabilidad profesional, ya que si estamos convencidos ninguna piedra hará dudar nuestro andar y nuestros resultados. ¡Vale la pena, hablamos de nosotros, hablamos de personas!. Somos el espejo de nuestra marca y el ADN de nuestro equipo. Recursos Humanos: ayer un número, hoy una experiencia.

Ahora, el momento exacto

El deseo por cambiar es sólo el comienzo. Cambiar es arriesgar, es tomar decisiones, es crecer, es evolucionar, en definitiva...es vivir.

Cuando miramos hacia atrás, observando fotos, vídeos o simplemente navegando con el pensamiento, reflexionamos sobre todo lo que hemos vivido y cuánto hemos cambiado. Pero en el fondo, después de ordenar esas fotos, vídeos e ideas en su lugar, nos damos cuenta que en realidad el tiempo ha pasado pero nosotros, por alguna extraña razón, nos sentimos igual. Y no hablo de inmadurez ni de Peter Pan. Sentimos el peso de los años, por supuesto, pero hay algo dentro de nosotros que nos transporta a ese niño/a que trepaba a los árboles, a ese adolescente que con su mochila y sus amigos cruzaba las montañas, a ese beso, a esa charla con el abuelo, al primer fracaso, a aquel temblor en el cuerpo de felicidad, a aquella despedida o a ese ansiado reencuentro. Y en ese reencuentro creemos haber aprendido la forma de vivir la vida, hasta que la vida cambia una vez más.

Porque todo ello forma parte de nosotros, de nuestra historia, cultura, y nos hace ser en definitiva quienes somos en un constante movimiento. Pero más allá del tiempo y del recuerdo, la evolución no se detiene y las cosas no cambian porque sí. A pesar de ese fuerte y entrañable puente con nuestro pasado, hay un “momento exacto” en el que por necesidad, preparación, astucia, negligencia o casualidad el cambio se presenta ante nosotros. Nos mira a la cara, nos desafía, no pregunta y se cuela en nuestra realidad. Y según como nos encuentre, así reaccionaremos.

Lo mismo sucede con las empresas, cada una con sus puentes hacia sus recuerdos, historia, cultura y experiencias. Y también tienen ese “momento exacto” en el que por una buena planificación, o falta de previsión, astucia, errores o azar, se enfrentan a cambios, y según como las encuentre, así sobrevivirán, crecerán o desaparecerán.

Las compañías están abocadas a demostrar un beneficio constantemente a corto plazo y ello muchas veces limita la habilidad para transformar o innovar. La ecuación evidentemente no es fácil para los que tienen que tomar decisiones y crear espacios de mejora, haciendo que las cosas que funcionaban sigan funcionando cada vez mejor y que las cosas que no funcionan, comiencen a funcionar. Pero con tener voluntad de cambio, empapelar nuestras paredes o llenar nuestras redes sociales con bonitas palabras vanguardistas no sirve para asegurar el progreso y la diferenciación. El cliente siempre está un paso por delante, y solamente su paladar determinará si realmente estamos o no a la altura. Por lo tanto, transformar a tiempo nuestra cultura, redefinir la forma de hacer las cosas sin perder nuestra identidad y valores pero con la audacia necesaria, es la clave para dar el primer gran paso y no esperar a hacerlo cuando “sufrir” sea más difícil que cambiar.

Las empresas están llenas de ideas. Los seres humanos tenemos un gran abanico de ingenio, inventiva e imaginación para hacer las cosas de manera diferente y replantearnos las cosas. Y son muchas las personas capaces de trabajar hacia la excelencia poniendo un esfuerzo adicional para lograr un resultado colectivo exitoso. Sólo hay una condición: contar con el apoyo de un buen manager facilitador cuya principal misión sea que las cosas sucedan. Capaz de darles el margen de maniobra suficiente y la confianza para permitirles tomar sus propias decisiones y probar nuevas soluciones o nuevas ideas. En definitiva, un estilo de liderazgo acorde a los nuevos desafíos y no un espejo del pasado que repita por temor viejos paradigmas. Y que esté firmemente convencido que reforzando y promoviendo la innovación, el talento y la colaboración asegura la consecución de una estrategia de transformación ganadora.

Decía Heráclito que no hay nada permanente, excepto el cambio. Por ello, que ese instante en el que observando fotos, vídeos o simplemente navegando con el pensamiento nos transporta hasta nuestros momentos más importantes, nos haga entender que “ahora es el momento exacto”, porque nunca hay un momento oportuno.





Cuando el otro soy yo - Vídeo 15 - Canal Youtube RH&CC

La necesidad del otro es una virtud no una dependencia. Todo lo que hacemos en nuestra vida tiene un eslabón social, estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos. En la interacción se produce la energía, la complementariedad, en definitiva el crecimiento y la evolución. El grupo es más fuerte que el gen individual. El bien del grupo también cuenta en la evolución, porque el mejor resultado que podemos obtener es producto de que todos en el grupo hagan lo mejor para sí mismos y por ende para el grupo.

Te invito a ver mi nuevo vídeo de Recursos Humanos & Cultura Colaborativa: CUANDO EL OTRO SOY YO. Muchas gracias al Real Jardín Botánico Juan Carlos I.




DIEGO LARREA BUCCHI 
Twitter: @larreadiego 

Los hermanos Presupongo y Prejuicio

No se sabe a ciencia cierta si existieron o no, pero se comenta que los hermanos Presupongo y Prejuicio vivieron casi toda su vida enfrentados y no digo enfrentados por algo en particular. Sino que literalmente no podían despegar su mirada el uno del otro, observándose durante el día y la noche, impulsados por una extraña mezcla de inseguridades, desconocimientos y temores. Eran un reflejo permanente. Los días y años pasaban y estos hermanos nunca se hablaban, solamente se miraban. Fueron envejeciendo frente a frente en una vida casi absurda de silencios, recelos y suspicacias que los llevó a tener por primera vez una acción refleja conjunta y compartida: su propia muerte natural.


Los hermanos Presupongo y Prejuicio jamás imaginaron que en su absurda tozudez y elección de vida compartían algo más que el significado de sus nombres: tenían en plena actividad las  "neuronas espejo". Éstas solamente se activan cuando el mismo acto que realiza una de las personas lo efectúa la otra que lo está observando en el mismo estado emocional.  Pero Presupongo y Prejuicio se mimetizaron de tal manera que no han sido capaces de descubrirlo, siendo prisioneros en su propia cárcel.

Sin embargo, a pesar de su abúlica vida, su legado se esparció por todas las comarcas vecinas, cruzando ciudades, océanos y montañas durante siglos, hasta llegar a nuestros días.

Hoy los “presupongo” y los “prejuicios” son una de las tantas actividades mentales inconscientes que distorsionan la percepción, el verdadero conocimiento, la comunicación y el entendimiento. Pero en este drenaje de desencuentros también hemos aprendido que esas “neuronas espejo”, que en su día estos hermanos no supieron descubrir, hoy son uno de los mayores motores de la empatía, la alteridad y la otredad.

En un mundo que se renueva a pasos agigantados, a veces con vendas en los ojos y con manos en las orejas, la mayor transformación que podemos regalarle a nuestros hijos y su futuro no sólo es trabajar en su conocimiento personal y profesional sino en que puedan tener también la capacidad de descubrir el mundo del “otro”. Los idiomas, la robótica, la física, la ingeniería, la informática, la medicina y otras tantas herramientas de presente y futuro ya las pueden tener en sus manos. Pero la empatía, la alteridad y la otredad necesitan de nuestro tiempo, espacio, esfuerzo e implicación para hacerlo vivir en primera persona siendo nosotros mismos ejemplo en nuestro día a día con parejas, amigos o con nuestro equipo de trabajo. Una sociedad que es incapaz de conocerse nunca tendrá la capacidad de entenderse.

La gran oportunidad del aprendizaje y la evolución está en descubrir los beneficios de ver al “otro” no desde una perspectiva propia, sino teniendo en cuenta sus creencias, vivencias y conocimientos.  Ya lo decía Mahatma Gandhi cuando afirmaba que “las tres cuartas partes de las miserias y malos entendidos en el mundo terminarían si las personas se pusieran en los zapatos de sus adversarios y entendieran su punto de vista”

A veces el miedo a los demás nos hace intolerantes y poco permeables, sin entender que esa reacción puede ser fruto de nuestras propias inseguridades. Abrir y compartir de par en par nuestra duda es abrir cien puertas de oportunidades. Escuchar y conocer al “otro” no es un sinónimo de debilidad, todo lo contrario. Es llegar a un nivel de simbiosis que nos permita reconvertir el “yo” en un “nosotros”, sin perder cada quien su identidad personal y única.

Podemos pasar días y noches en familia, amigos, en el trabajo, en proyectos, compartiendo muchos años juntos y sin embargo que “ese puente” siga sin estar bien construido y por sus huecos caigan en forma de discusiones y desencuentros miles de situaciones que agotan y nos llevan a escenarios poco felices.

Las neuronas espejo son las que nos ponen en el lugar de los demás, pero somos nosotros los que debemos aprender a mirar y conocer al “otro”. No como los hermanos Presupongo y Prejuicio, sino con una visión que proporcione el mejor vínculo afectivo, humilde y perceptivo para comprendernos y tener la capacidad de evolucionar juntos.  

Pensémoslo con simples ejemplos concretos: equipos comprometidos y participativos, clientes satisfechos y fieles, parejas y amigos sólidos en las buenas y en las malas, políticos y ciudadanos con anhelos e intereses comunes. ¿Cómo se logra? Entendiendo que la fuerza más exitosa que tienen nuestras decisiones, objetivos, proyectos y todo lo que emprendamos es la presencia del “otro” como pieza fundamental de nuestro engranaje. Descubrirlo, asumirlo y trabajarlo va por cuenta de cada uno.